En estos días en que llueve tanto, vale reparar en las resonancias culturales de tal fenómeno de la naturaleza. Viene incrustado en nuestro inconsciente colectivo y recrea días de alegre revitalización de los campos y noches de temores al calor de las hogueras. El hombre primitivo siempre supo que dependía del agua para sobrevivir, pero que, igualmente, el agua copiosa podía destruirlo. Como en todo, ha dependido de nuestra capacidad de prevención y resguardo que las lluvias sean benignas o arrasadoras.
Hay países y ciudades que incorporan la lluvia a su diario vivir. No creo que los londinenses o parisinos atrasen citas o se ausenten de las actividades porque el día resultó lluvioso. Calles y viviendas están preparadas para resistir el embate de las aguas. La gente se calza los impermeables, abre los paraguas y ya está, emprende la vida cotidiana.
Nosotros, en cambio, recibimos el desborde de las nubes como una amenaza. Nunca se sabe qué vía se va a inundar, qué calle se reventará en cráteres, qué montículo o árbol hueco se derrumbará. Hemos necesitado del romanticismo de los poetas para que nos haga imaginar escenas mojadas detrás de cómodos ventanales, abrigadas por fuego de chimeneas. Me vienen a la mente versos de Rubén Darío, de nuestro Medardo, quien “al son de la garúa de la antigua calleja” sintió “infinito deseo de llorar”. Lejos de ese Guayaquil, donde los estragos del invierno tienen que haber sido peores que los de hoy, es la prensa la que nos muestra la cruda realidad de la temporada.
Si los pueblos de la provincia de Manabí ya están acorralados por las inundaciones, si determinadas cosechas corren peligros, si las carreteras –orgullo del gobierno anterior– ya obstaculizan el tránsito fluido, es porque no sabemos mantener ni prever. La discusión sobre cuándo se termina o empieza el período escolar también parece sujeta a la inseguridad de las autoridades, y a no contar con un centro de información climatológica confiable.
Realidades, tareas ineludibles. Pero basta echar una mirada atrás para mirar a una humanidad que viene de desear, tolerar y temer a las lluvias, todo al mismo tiempo. Cuando repiquetean los tejados con el golpe de las gotas se puede abrir en la psiquis un antiguo olfato de compañía –¿la sensación de horda?–, de ansias de protección, de acogimiento bajo el alero saliente. Como parecería que las aguas se descargan mejor por la noche, a mí me suena el tango que deplora que en “un pozo de sombras/ la garúa se acentúa con sus púas”. Una belleza a ratos visible, pero más que nada secreta, solo intuible, que solo se puede sintonizar con la emotividad, riega los momentos de nostalgias misteriosas y de extrañas melancolías.
La naturaleza es tremenda e insondable, pese a todos los esfuerzos humanos por entenderla y hasta por cuidarla. Cuando nos deslumbra el relámpago, cuando el trueno hace vibrar los cristales, un lenguaje mayor silencia las voces de las personas y una constelación de dioses puebla la imaginación. Regreso a la cueva y constato mi propia cadena evolutiva. (O)