El sabor de la memoria

De vez en cuando me agarra la urgencia de cocinar. Y lo hago por amor. No por amor a mi familia, la cual más que disfrutar yo diría que tolera mis incursiones en la cocina. Sino por amor a mi tierra natal: Ecuador. Y es que una de las cosas más trágicas de vivir lejos del país donde nacimos y crecimos es vernos privados de los sabores de nuestra infancia. A todo se acostumbra el ser humano: al frío, al silencio, a las palabras extrañas. Pero hay un sentido rebelde que se resiste, que se niega rotundamente a integrarse, adaptarse, a convertirse en extranjero domesticado: el paladar. Y esto no lo digo solo yo porque sufro cada día sin mi ceviche y mis empanadas de verde, sin mi sopa de quinoa y mi cazuela de pescado. Lo dice cualquier migrante. Y lo confirman esos aburridos estudios académicos sobre migración. El paladar se acostumbra a los sabores de la infancia, el cerebro reacciona con placer al estímulo de esas sopas que te recuerdan a tu abuelita. De ahí que haya gente que coma cosas que a otros les parecen repugnantes solo porque así los alimentaban desde pequeños. Todo cambia, sí, menos el amor por los sabores familiares.

Lo primero que hacen los migrantes al llegar a su país adoptivo es preguntar: dónde se consigue mate (el argentino), maíz blanco (cualquier latino), jamón y chorizo (el español). Si mañana algún criminal llegara al poder en Alemania y se le ocurriera ir a la caza de ecuatorianos sería muy fácil identificarlos: vaya a su cocina y busque dónde esconden el achiote. Otra forma de pescar ecuatorianos en Alemania: encuéntrelos en las tiendas asiáticas rebuscando entre las cajas de plátano verde, intentando dar con los verdes más verdes.

Cada uno, pues, suele amar la comida de su tierra como a su vida misma. Privados de ese placer, los migrantes sufrimos de un trastorno que termina fanatizándonos como si se tratara de una adicción. Tan fuerte que cada vez que un migrante regresa a su país se entrega a excesos que causan risa entre sus familiares y amigos. Yo soy de las que se atraca de ceviche durante una semana seguida. Del aeropuerto a la cevichería. Y regreso a Europa con las maletas llenas de melcochas y galletas Amor, Tangos y Tortolines (sabor a limón). Y achiote. Mucho achiote.

Dicho sea de paso: adoro comer. Y este placer se vuelve aún más intenso cuando el paladar activa la memoria, cuando los sabores nos transportan a un lugar y a un tiempo que añoramos. Por eso son ridículos los debates sobre qué ceviche es “más rico”, si el ecuatoriano, el peruano, el chileno, etc. Al menos para los migrantes, la respuesta a cuál es tu comida favorita es casi siempre obvia: la de mi país, el país al cual abandoné. Cuando todavía vivía en Ecuador me creía sofisticada diciendo: “mi comida favorita es la francesa” (como una niña que, sabiendo que su mamá estará siempre disponible y presente, prefiere sentarse en las faldas de la tía). Pero ahora que vivo en Alemania, ninguna comida (ni siquiera los deliciosos platos sirios, vietnamitas o polacos), absolutamente ninguna me causa el placer y la felicidad de la comida ecuatoriana. Incluso cuando soy yo, una cocinera mediocre, quien la prepara. Y es que no tengo opción. Si quiero comer mis platos favoritos, me toca cocinarlos con mis propias manos. Aunque mis amigos alemanes así lo crean, la comida peruana o mexicana, que sí se consigue en varios restaurantes de la región donde vivo, no sirve como sustituto. Vean, por ejemplo, el problema del ceviche. Voy a una cevichería peruana en Berlín y aparte de las obvias diferencias, ¡qué angustia ese ceviche tan seco! Me deja, cómo decirlo… sedienta.

Y es que a los ecuatorianos parece gustarnos todo bien jugoso. Hasta nuestros “secos” son mojados. Y ni qué decir de la cantidad de sopas que tiene la gastronomía ecuatoriana. Bien dice mi sabia amiga Pía: “si Mafalda fuera ecuatoriana, no odiaría la sopa”. En Ecuador tenemos sopas para todo. ¿Está chuchaqui? Tome su encebollado. ¿Se murió Jesús? Tome su fanesca. ¿Tiene frío? Tómese un locrito de papa. ¿Le gusta meter los dedos en el caldo? Tome su sancocho, pero agarre con cuidado el choclo para que no se queme. Hay caldos donde nadan bolitas y bolones, patas, papas, mellocos, yucas. Hasta el almuerzo más barato empieza con su sopita. Y qué es la sopa sino comida de gente generosa (échale agua, siempre hay para más), cálida y sencilla.

Así pues, cuando me agarra la nostalgia me encierro en la cocina. Mi hija me pregunta qué hago. Sorpresa, respondo, solo te puedo decir que es comida ecuatoriana. Entonces va corriendo a donde mi marido y le traduce la conversación: Ya está otra vez mi mami preparando alguna de sus sopas… (O)

A todo se acostumbra el ser humano: al frío, al silencio, a las palabras extrañas. Pero hay un sentido rebelde que se resiste, que se niega rotundamente a integrarse, adaptarse, a convertirse en extranjero domesticado: el paladar.

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